Esa noche si que fue
terrible, una lluvia repentina que tomó a todos de sorpresa. Faltaba una
semana para que comience el verano, pero quien conoce la Patagonia sabe que
aquí puede nevar en abril. La mayoría estaba pasando el día ya que en esa zona
del parque Futalaufquen no estaba permitido pernoctar. Un lugar perfecto para
hacer un asadito mientras miras el lago sentado en una reposera con un vasito
de cerveza en la mano. Hasta que la Patagonia te cae encima, en un rato nomas
se cubrió todo el cielo, negras las nubes y el trueno sonó a lo lejos. Eso
significaba una sola cosa. Éxodo masivo.
El aguacero pego fuerte,
las primeras gotas dolieron en la espalda como si fueran piedras. Por las dudas
me metí debajo de un ciprés antes que me caiga un pedazo de hielo en la cabeza,
suele granizar en tormentas como esa.
La gente levantó sus
cosas muy rápido, en realidad veía como tiraban las cosas dentro de los
vehículos y salían como si el diablo los persiguiera.
En cambio yo me lo tomé
con calma, me prendí un cigarrillo y admire el lago, su superficie había
cambiado. De las suaves olas pasó a la calma absoluta, el color verde azulado
se mezcló con la obscuridad de las nubes y terminó en un gris-negro.
No se cuanto tiempo
estuve mirando el lago, pero una vez me desperté del ensueño mágico sentí los
síntomas. Tenía sed. Sed de matar.
Quedaba poca gente en la
playa, algún que otro bobo que pareciera tentar al destino con que le caiga un
rayo en la cabeza. En el bosque era distinto, había infinidad de árboles,
demasiados como para que pegue uno justo en el que me cubría.
El ruido de la lluvia era
realmente atronador, golpeaba con tal fuerza que no se oía nada más. Para quien
ha vivido este tipo de tormentas, conoce lo que digo.
Lentamente comencé a
curiosear a mí alrededor, quedaban un par de autos nada más, todos turistas,
nadie de la zona. Tuve una sensación rara, como un deja vú. Abrí el baúl del
auto y saque el rollo de nylon de pesca y el “amansa locos”. Me puse el
sombrero de cuero para poder fumar sin que se moje el cigarrillo y enfile para
la playa. Para los que no conocen los lagos del sur, la playa es todo piedra,
muy poca arena, en realidad nada de arena, así que es difícil caminar, sobre
todo con el aguacero que impedía ver a medio metro.
Un tiempo atrás me armé de
un “amansa locos”, así le decían en el campo a un rebenque mucho más grueso y
pesado que el que se usa en los caballos. Le saqué la parte de cuero delgada,
la lengua. Y me quedé con la parte del garrote que es de donde se agarra. Bueno
para atontar, no para matar.
Así andaba armado con el
garrote y el nylon de pesca, mojado completamente como si me hubiera metido con
la ropa al agua. Lo único que recuerdo es que perdí la noción del tiempo, no
sabía si era de tarde o de noche, tal así era la negrura de la tormenta. Iba
caminando con mucho cuidado, lejos del agua y cerca de los árboles, así a
ningún rayo se le daba por pegarme en la cabeza.
Imposible prender un
cigarrillo, todo pasado por agua, puteando en voz baja al clima seguí
caminando, no se cuanto, quizá una hora más. Lo que sí se, es que cuando
terminó todo llegue de noche al pueblo.
A lo lejos me pareció ver
algo que desentonaba con la playa, me acerqué con cautela (nunca se sabe lo que
puede haber en un bosque), y no era más que un kayak pequeño, supongo que sería
del tipo individual. Me acerqué un poco más para verlo mejor, en ese intento tropecé
con algo y me destroce contra el suelo. Las manos llenas de piedras clavadas
en la carne, una rodilla que sangraba bastante a través de los pedazos de tela
rotos del pantalón, ah y el crack que escuché en la rótula no debería ser nada
bueno. Cuando me incorporé, en realidad gateando me agarré de una roca enorme,
que no se como no me rompí la crisma contra esa redondez gigante, había un
hombre que acurrucado trataba de guarecerse de la lluvia. Claro, era tal el
ruido de las gotas y los truenos, que el tipo no me había oído caer.
Pensé unos segundos que
haría, estaba agachado con la cabeza entre las rodillas, justo como para que
recibiera un golpe del “amansa locos” en la nuca. Cuando tenía el palo en lo
alto tomando impulso, me doy cuenta que no era agua el charco debajo de él, era
sangre. Le muevo el hombro para ver si reaccionaba y apenas lo empujo se
desparrama para un costado y quede semi apoyado en la roca.
Quedé pasmado, yo creo
que debería haberme ahogado con toda la lluvia que entró en mi boca abierta de
la sorpresa. Primero fue sorpresa, luego intriga y lo tercero no me lo
esperaba. Miedo.
Del chaleco salvavidas
abierto se escurrían las tripas del hombre, la mayoría había quedado en el
charco debajo de él, pero algo colgaba aún de su vientre. La intriga hizo que
me agachara para mirar bien, quería saber que le pasó. Tenía un corte a lo
ancho y se abría hacia arriba hasta el esternón. El tajo era limpio, no se veía
desgarro, en ese instante recordé todo lo que había investigado, leído, mirado.
En mi mente desfilaban infinidad de imágenes de heridas de la pared
abdominal, auto infligidas y hechas por algún homicida. Y segundos después
llegué a la conclusión de que fueron hechas con un bisturí o algún cuchillo
afiladísimo, además el corte era recto, perfecto. Le revisé la cabeza y en la
nuca noté una inflamación, una dureza. Alguien le había dado un golpe para
atontarlo y luego lo destripó aún estando con vida. Ahí sentí el miedo.
Alguien más acechaba,
miré la negra sombra del bosque en un vano intento de conocer al asesino,
creyendo que aún estaría ahí mirando su obra. Pensando quizá en el placer que
sintió al cortar a una persona y verla desangrarse hasta morir. También podría
ser un acto de venganza. Lo único que estaba mal, era mi presencia ahí. No
pensé más, busque una piedra bien pesada y plana, le até con muchas vueltas el
nylon de pesca para que no se salga así nomas. Le dejé unos metros de largo y
la punta se la enrolle al cuello. Llevé la piedra hasta el agua y luego
arrastré el cadáver dentro del lago hasta que ya no hice pie, me dejé llevar un
par de metros por el peso de la piedra y recién ahí la solté, no pude ver si la
piedra se lo llevó al fondo, pero pasado el tiempo me dí cuenta que sí, hizo su
trabajo. Volví nadando buscando la costa borrosa, el bosque casi no se veía. Busqué
la roca en donde estaba recostado el muerto, busque indicios de lucha, huellas,
pero la lluvia habría borrado todo seguro. Mire dentro del kayak, estaba vacío.
Volví a mirar al bosque, temiendo que me espiara el asesino, me sentía desnudo.
Parecía ridículo, un asesino teniéndole miedo a otro. Por suerte la lluvia se
encargaría de lavar la sangre, y las tripas lo harían los animales.
Esta vez volví bordeando
el lago, no quería estar cerca de la obscuridad de los árboles. Cuando llegué
al auto tiritaba de frío, la temperatura había bajado muchos grados. Mientras
me ponía ropa seca y me fumaba un cigarrillo, pensaba. No le hice un favor al
desaparecer el cuerpo, no quería que nadie estuviera investigando un crimen,
prefería que investigaran una desaparición, un ahogamiento por las inclemencias
del tiempo. Solo encontrarían un kayak vacío. Ninguna pista. Un turista más que
se dio vuelta con el kayak en un lago desconocido con mal tiempo.
Con los años viví cosas
muy fuertes, pero esa vez conocí el miedo.
Tenía competencia.